Una mañana como cualquier otra, pero con la advertencia de que tendríamos simulacro. Una hora en la que la gente ya se encuentra en su lugar de trabajo, en la escuela, en las calles…
Suena la alerta sísmica, y nadie lo toma en serio. «¿Para qué?», comentan algunos de los compañeros de la oficina. Estamos en un edificio viejo, de esos que se construyeron cuando Polanco era una zona residencial. El inmueble, apostado en una esquina, parecía fuerte como roble, pero ese día demostró que no.
Bajamos entre risas risas nerviosas… «Nunca había estado en un simulacro», se escucha por ahí; «a mí me da pavor el sonido de la alerta, siento que de veras va a temblar». Quien escribe, acumuló «horas de vuelo» en el trabajo anterior, pues en el edificio en el que se encontraba la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda del gobierno de la CDMX, viví simulacros y temblores, y hasta un simulacro de explosión.
Les expliqué qué tenían que hacer, hacia dónde caminar; les mostré la zona de seguridad, que justo está frente al edificio, y todo funcionó de maravilla: habíamos pasado la prueba.
Justo dos horas después (el ejercicio se realizaba a las 11:00 de la mañana), a las 13:14, la alerta comenzó a sonar de nuevo. Algo, ni siquiera puedo ponerle nombre, se prendió del cabello cercano a la nuca y lo erizó. Algunos gritaron «otra vez…», pero segundos después, el edificio comenzó a moverse. El bamboleo fue creciendo, y mientras eso sucedía, tratábamos de acercarnos a la puerta para quedarnos en lo que, en ese momento, consideramos era un lugar seguro: el cubo donde se estaciona el elevador. Hubo quienes, sin importar la seguridad de los demás, salió empujando a los vecinos de la oficina vecina (tengo pruebas de eso); hubo quienes bajaron y se quedaron con nosotros en un abrazo que pensamos podría ser el último.
La pared frente a nosotros comenzó a abrirse de una esquina, y mi reflejo fue proteger a la mujer con la que compartía cubículo, Ella, un par de años mayor que yo, era quien horas antes comentó que le daba pavor la alerta… y el sismo. Nos fuimos llenando de polvo mientras la sacudida se incrementaba… creo que todos pensamos que no la íbamos a contar, pero no fue así. Cuando logramos bajar los cuatro pisos que nos separaban del suelo, no podíamos imaginar la dimensión del daño que sufrió la ciudad.
Estamos aquí y ahora, con un cúmulo de experiencias dolorosas… tan intensas, que hay gente no ha podido superarlas.
Un ejemplo es un tweet que encontré y que fue lo que me llevó a escribir y recordar lo qué pasó ese día. No voy a evidenciar a esa persona, pero me pareció que no ha podido continuar con su vida. En, probablemente, poco más de 140 caracteres, ella comentó que le parecía que las autoridades son insensibles al programar un simulacro a la misma hora en que inició el temblor. Algunos fueron empáticos con su queja, pero otros (me incluyo), no.
Estoy cierta de que estos ejercicios, si se llevan de acuerdo a los protocolos, pueden salvar vidas. La cultura de la prevención es algo que debemos seguir trabajando, nos altere o no el sonido de la alerta.
A quienes no vivieron el sismo de 1985 les causaba mucha gracia salir de su silla y bajar al punto de seguridad… «¡Qué bueno que hay simulacro! Así podemos bajar a comprar algo a la tiendita…». Me encantaría saber qué piensan ahora, porque es probable que ese simulacro que no tomaron en serio, haya sido lo que les salvó de morir ese día.
Alicia Guzmán, profesora de Periodismo y editora digital. Sigo aprendiendo a escribir. Sígueme en: twitter / instagram