El camino desde la camioneta hasta las puertas del Palacio Nacional parece eterna. Hay elementos de seguridad por doquier, desde aquellos que se encuentran uniformados para la ceremonia, hasta los que están ahí para proteger el palacio. Las calles del centro de la Ciudad de México están transformadas de su habitual bullicio a un estruendoso silencio. Sólo somos nosotros.
Recuerdo casi fugazmente los pasillos y los patios. Alguna vez, de muy pequeña, había estado aquí. La monumentalidad de este lugar no ha cambiado. Se levanta para recibirnos. Debajo, nos sostiene el mundo azteca.
Un par de gafetes con las siglas de la Secretaría de Hacienda son lo único que nos permite la entrada a la sede del poder mexicano. Soy una capitalina cualquiera. Aquí estoy, pisando las losas que pisaron tantos personajes hace tantos años. El aire de todos nosotros está lleno de expectativa.
El palacio simula estar tan vacío como las calles, delatado solamente por el estruendo de la música que poco a poco se hace más evidente. Pero desde la ventana, el Zócalo está lleno de vida. El escenario ilumina el centro histórico y se empiezan a escuchar los cantos de «Cielito Lindo» que nunca pueden faltar.
Estamos en la oficina de Pepe Toño González Anaya, secretario de Hacienda y Crédito Público. Me cuentan que ha restaurado la oficina a su antigua gloria durante el Porfiriato, cuando su ocupante era el financiero Limantour. En el pasillo, los escudos de diferentes países decoran las paredes, mientras que en los espacios de la oficina, nos rodean acabados de madera que son una obra de arte.
Aquí esperaremos hasta el momento del grito. Se escucha la multitud en el Zócalo. Emmanuel y Mijares hacen lo suyo. La gente está extasiada. En algún momento llegan los rumores de acarreados y camiones y demás, pero en realidad esto no cambia nada. La fiesta es una fiesta y como todo mexicano sabe, es nuestra especialidad.
La diferencia entre dos mundos es ineludible. Aquí, la fiesta es el chit-chat chismoso, el «analista y politólogo», es el espectáculo. Abajo es donde está el verdadero México, ese que fue bautizado por André Breton como surrealista.
Estamos todos atiborrados en las ventanas, esperando el momento en que podamos salir al balcón. En las pantallas que se instalaron en cada cuarto, inicia la cuenta regresiva. No veremos a Peña Nieto hoy. Por lo menos no en persona.
Se abren las puertas y comienza su último recorrido al balcón presidencial. Visiblemente anonadado por lo que significa este momento, saluda a sus invitados del brazo de la Gaviota. Su presencia lo opaca en el vaporoso vestido rojo que será el último que le veremos a la Primera Dama en un 15 de septiembre.
Comienza la ceremonia. El sonido de las campanas inunda México.
Unos segundos después, se abren los balcones. Estamos flotando sobre el Zócalo y el himno suena a todo pulmón para luego ser reemplazado por el «Cielito Lindo», ese que se convirtió en el nuevo himno ciudadano en un fatídico 19 de septiembre. Y resulta que esta noche no es sobre el presidente. Es sobre nosotros los ciudadanos, nuestra lucha y nuestra esperanza. Es el grito del sueño por un mejor México.
Fernanda Cortina es una fotoperiodista de la Ciudad de México. Sígueme en: instagram / facebook / twitter