Era la noche del viernes y los estudiantes de secundaria se preparaban para salir rumbo al volcán Iztaccíhuatl desde Guadalajara, Jalisco. Se encontraban alegres, entusiastas ante su partida a una de las montañas más demandantes del territorio mexicano. Los problemas mecánicos que surgieron el día sábado, aunque retrasaron la hora de llegada, no los aplastó. Después de escuchar la misa oficiada por el sacerdote y director de la expedición Luís Hernández Prieto, 64 estudiantes del Instituto de Ciencias comenzaron su ascenso a las siete de la mañana del domingo con cuatro guías al frente.
A la mitad del camino, 36 de ellos decidieron regresar por la dificultad del ascenso. A algunos les faltaba el aire, para otros el cuerpo no cedía a sus esfuerzos. Los restantes 32 llegaron a la cumbre horas después. El Popocatépetl velaba a su princesa a la distancia. Cuando descendían por Las Rodillas, aproximadamente a las 4 de la tarde, les embistió de sorpresa una tormenta eléctrica. “En cinco minutos, todas las veredas, así como las huellas de nuestra ascensión, quedaron totalmente cubiertas por la nieve,” relató años después el sobreviviente Óscar Sarabia Vargas al periodista neo-zelandés Bernard Diederich.
Dieron las cinco de la tarde cuando la neblina los envolvió. Pararon, cegados. “Seguimos al guía Rafael Moreno y pasamos una cuerda de mano, para mantenernos unidos, pero sin atarnos, por temor que alguien cayera y arrastrase a los demás”. La visibilidad era de unos escasos tres metros y la noche se avecinaba. Atacados por la tormenta, algunos se rezagaron y otros perdieron el rumbo. Unos murieron rápido; despeñados. Otros, lento: congelados.
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Antes de llegar a la cima, Francisco Ibarra decidió regresar. Una avería en uno de sus spikes provocó que él y otro compañero se rezagaran. Juntos y con la tormenta acercándose, lograron llegar al refugio “El Iglú”, donde esperarían al regreso de sus 30 compañeros emprendiendo aún hacia la cumbre. Fue cuando avistaron unas luces a lo alto alrededor de medianoche cuando se percataron de que algo estaba mal. Recuerda, “teníamos la certeza que eran ellos porque escuchábamos sus gritos”.
En la madrugada, junto con unos alpinistas poblanos que igual se refugiaron, intentaron llegar a socorrer a sus compañeros. La tormenta les impidió subir.
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Las alucinaciones no tardaron en dominarlos. A temperaturas de hasta veinte grados bajo cero intentaban mantenerse despiertos; el sueño significaba una muerte silenciosa. Sentían cómo se les iban congelando las extremidades poco a poco. Cuando se quitaban las gafas empañadas, bolas de hielo se formaban en las cuencas de sus ojos. Su cabello rígido, congelado por el hielo les helaba las cabezas. Cuando amainó la tormenta a las cuatro y media de la mañana, algunos estaban medio locos.
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Uno fue encontrado junto a una peña con el rostro cubierto y el abdomen expuesto.
Cuatro fueron localizados en el fondo de grietas de hasta veinte metros de profundidad.
Otros dos fueron sepultados bajo una gruesa capa de nieve.
Tres fueron encontrados juntos, como si hubieran querido protegerse entre sí.
Al último lo encontraron desplomado por los costados del volcán.
Veintiún excursionistas lograron sobrevivir la noche en el Refugio 8 .
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Cuando el tiempo lo permitió, aquellos que lograron sobrevivir en el refugio salieron a buscar a sus compañeros. Al mismo tiempo, el sacerdote Domingo Silva se embarcó hacía Altzomoni en busca de auxilio. A las siete y media de la mañana del lunes se comunicaron por primera vez con Hernández Prieto, quién había permanecido en el campamento de Las Torres.
Unas horas más tarde, la policía de Amecameca informó la posible localización de unos doce o trece cadáveres. Las faldas del volcán se iluminaron con las luces de los vehículos enviados por las Cruces Rojas de Puebla, Toluca, Tlalnepantla y Apizaco. El viento se transformó en el zumbido de los helicópteros de la Fuerza Aérea Mexicana y el Socorro Alpino. Desde el aire podían ver a los jóvenes extraviados velando los cuerpos de sus compañeros muertos durante la tormenta.
Al mediodía comenzaron las labores de rescate, pero el clima probó ser un obstáculo. Sobrevolando el área sin poder aterrizar, el helicóptero 1103 piloteado por Óscar Molina Ramos interceptó a uno de los grupos de búsqueda formados por los sobrevivientes, arrojándoles cobijas, medicinas y alimento. Unas horas más tarde transportó al médico Luis Gallardo del Socorro Alpino al Refugio 8 donde se encontraban los sobrevivientes, y con un vuelo de “libélula” lo acercó lo suficiente a la montaña para que pudiera saltar sobre la nieve, mismo que hicieron otros cuatro elementos.
No tardó en llegar la noche y los sobrevivientes seguían atrapados en el albergue. Alrededor de las diez de la noche del lunes, los socorristas en pie informaron que el escalamiento era sumamente complicado: no lograban dar más de tres pasos por minuto, la nieve les llegaba a las rodillas.
Llegó la madrugada y después de pasar los sobrevivientes casi cuarenta y un horas bajo temperaturas extremas, reanudó el rescate con un despliegue de 300 elementos. Dada la empinada pendiente de la montaña cubierta de nieve, los helicópteros permanecían en vuelo estático a un metro del risco mientras los heridos y los cadáveres eran elevados a la cabina por el copiloto. Para medio día los estudiantes se encontraban de regreso en el campamento de Las Torres. Miguel Mayorga, sepultado por la nieve y quién en un principio se había creído muerto, fue trasladado al centro médico del IMSS donde milagrosamente sobrevivió junto con otros dos compañeros: José de Jesús Jiménez León y Javier Olavarría Salazar.
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El grupo de alpinismo jalisciense tenía doce años de fundado. Bajo su manga tenían un impecable record de escalamiento en las montañas más importantes de Canadá, EUA, Sudamérica y la República Mexicana. Esa fatídica subida al pecho de “La Mujer Dormida” sería su decimoctavo ascenso por los contornos del gran volcán.
A cincuenta años de la tragedia, los alpinistas que se aventuran en el Iztaccíhuatl se encuentran en el camino con la Cruz de Guadalajara, misma que los compañeros de las víctimas reclamadas por la naturaleza regresaron a colocar en el lugar donde habían muerto poco después.
Fernanda Cortina es una fotoperiodista de la Ciudad de México. Sígueme en: instagram / facebook / twitter