A Alessandra y Pepé, agradecida
En Chiapas, el día no empieza cuando se alza el sol, menos para las comunidades aledañas a San Cristóbal de las Casas, que la selva recubre celosamente, como esa del Bachajón.
Alejadas del cauce estrepitoso de la modernidad y el progreso, los grupos originarios asentados en estas zonas padecen todos los días las consecuencias de la marginación social: falta de suministros alimenticios, centros médicos sin medicinas, escuelas con un nivel académico bajo. En fin, todo aquello que el proyecto de nación considera para las grandes ciudades, pero no para todos los mexicanos.
[Podemos ser amigos, de Alessandra de Zaldo (2017)]
Entonces, el comienzo de las labores rebasa el despuntar de la mañana. Hay trabajo que hacer, y mucho: el campo necesita de manos que cultiven, limpien y produzcan sus frutos para la venta. Si no, las tiendas de abarrotes tienen clientela ávida desde las primeras horas de la madrugada: hay quienes están ya despiertos para llegar a las obras en los crecientes desarrollos turísticos, quien tiene horarios exigentes en el palacio municipal, o aquellos que necesitan llegar a la escuela desde temprano. Sí, en Chiapas el sol no marca el ritmo del día.
Para entender el panorama laboral de las comunidades étnicas originarias es fundamental considerar primero que las condiciones bajo las cuales funcionan son producto de distintos procesos históricos en México.
[FOTO 1, Sin título, de Alessandra de Zaldo (2017)]
Si tuviese que haber uno que los condensara, indiscutiblemente sería ése de la repartición de tierras, que data desde la colonización española. Sin embargo, el origen de las circunstancias laborales a las que los pobladores originarios están sometidos en la actualidad puede rastrearse más recientemente a la primera mitad del siglo 20, cuya inmediatez da luz sobre la forma de vida contemporánea que llevan los miembros de las comunidades originarias.
En primer lugar, hay que considerar que en las que se les comprometía como peones para trabajar la tierra. La explotación fue una de las estrategias coercitivas más efectivas para conseguir mano de obra casi gratuita, así como para generar un sentido de dependencia con los antiguos ejidatarios de la élite en el poder. Esta dinámica opresora afectó a la generalidad de las comunidades autóctonas mexicanas sin mayor distinción. Las deudas que adquirían los trabajadores únicamente podían pagarse con más trabajo, en un régimen casi hacendario en el que las tiendas de raya no parecían tan mala opción —quizá, también, porque no existía alternativa alguna.
[Comadres , de Alessandra de Zaldo (2017)]
Como sucedió en otras zonas del territorio nacional, en Chiapas eran solamente los propietarios no-indígenas quienes tenían el control de la mayor parte del territorio chiapaneco. No fue hasta que el general Lázaro Cárdenas propuso el cambio constitucional que se hizo el primer intento de una repartición de tierras más equitativa. Sin embargo, esto quedó como un buen ánimo más: la tierra permaneció en pocas manos, ciertamente no en las de los pobladores originarios.
En México, hay un racismo velado del que nadie habla: está tan profundamente arraigado en las raíces culturales del país, que se ha invisibilizado, y opera como un mal sistémico que afecta hasta las últimas consecuencias a los menos afortunados. En estos términos, ríos de tinta han corrido para examinar los orígenes de esta anomalía social. “Para nadie es una mentira que en México la pigmentación de la piel es un grave problema”, afirma Sergio Tapia, maestro en Sociología de la Universidad Iberoamericana.
[VIDEO: Labor indígena (2019 ): ENTREVISTA A SERGIO TAPIA]
El poco acceso a la educación y a la posesión de la tierra ha limitado históricamente a los pueblos originarios a condiciones laborales más bien precarias. Se hicieron pocos intentos después de la reforma cardenista para considerar a los pueblos originarios como parte del proyecto de nación mexicano: el Progreso no era para ellos, como tampoco lo sería la modernidad ni sus múltiples comodidades. Excluidos de las promesas y posibilidades que ofrece el modelo neoliberal, al día de hoy se ven sobajados a condiciones de pobreza extrema y a jornadas extenuantes, que suenan más a esclavitud que a un trabajo digno.
A partir del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) —liderada por el Subcomandante Marcos— el 1 de enero de 1994, el Estado hace una intervención interesante para intentar incluir a las comunidades marginadas al proyecto de modernización nacional: finalmente se abría un panorama de inclusión al desarrollo. Antes de esta iniciativa, siete de cada 10 chiapanecos estaban en estado de pobreza. De esos siete, 30 por ciento vivía en pobreza extrema. Dentro de este porcentaje, se encontraban la vasta mayoría de los pueblos originarios. “La pobreza está en la falta de oportunidades”, nos comenta José Javier Avilés, párroco de la comunidad de Bachajón, en Chiapas, y a lo cual añade: “los cuatro aspectos que rigen esta disparidad son, principalmente, en el sector de la salud, en lo educativo, en lo referente a la posesión de la tierra y en lo laboral”.
[Pensar sobre pensar, de Alessandra de Zaldo (2017)]
Uno de los aportes más importantes del EZLN fue poner en la agenda política, económica y social del país la situación tan marginal y explotada de las comunidades étnicas originarias. Justicia, libertad y dignidad: esos serían los tres ejes que conducirían la última lucha revolucionaria por la tierra en la época contemporánea. Los mayores beneficiarios de esta atención, tanto de la comunidad internacional como del gobierno federal, fueron los oligarcas de la región: esto es, las familias que siempre han estado en las élites del poder chiapaneco. El mismo fenómeno se aprecia con la construcción de infraestructura pública, como lo son las carreteras, los núcleos turísticos o el control de los recursos naturales de la región. Poco de ese capital está a disposición de los pobladores originarios.
La lucha agraria por la recuperación de la tierra; sin embargo, no comienza con el levantamiento del EZLN. Por el contrario, es la explosión de un proceso histórico insostenible e inestable, que desgarró el tejido social hasta las últimas consecuencias. La posesión de la tierra, entonces, es un factor fundamental para el análisis del panorama laboral de los pobladores originarios del sureste mexicano: más de 80 por ciento de ellos se dedican a la agricultura y al aprovechamiento del sector primario. Principalmente al cultivo del maíz, del frijol (que dedican al autoconsumo), del café y de la miel (cuyo fin último es la venta). Los que tuvieran algún capital mayor, incluso, emprenden su propio negocio poniendo tortillerías o tiendas de abarrotes. De otra manera, se hacen de un oficio —como lo puede ser la plomería o la albañilería— y lo desempeñan al interior de las mismas comunidades.
[Hermanos, de Alessandra de Zaldo (2017)]
Las labores que desempeñan las mujeres tienen un análisis independiente, dado que muchas veces son invisibilizadas porque no reciben un sueldo por llevarlas a cabo. A pesar de que juegan un papel fundamental en la producción del café —y de todo el proceso que se lleva a cabo para poder sacarlo a la venta—, son en realidad los hombres quienes reciben el dinero por ello. De la misma manera, son las mujeres quienes se encargan del hogar: desde la administración de los alimentos, el cuidado de animales de traspatio —como lo son los cerdos o las gallinas— hasta la educación de los hijos. Son ellas las que organizan y ordenan el flujo de la vida familiar, que constituye gran parte de la vida cotidiana: “[…] son ellas las primeras en levantarse y las últimas en irse a dormir,” nos comenta finalmente Avilés, a propósito de la labor femenina en las comunidades chiapanecas. “Creo que esto es importante de subrayar, pues no se visibiliza en los estudios laborales”.
De las profesiones más comunes entre los pobladores originarios, la que destaca sin duda es la de la docencia. Cuando no se emplean a través de los ayuntamientos municipales, muchos de ellos prefieren acudir a las aulas educativas para desempeñar sus labores profesionales. El subempleo, sin embargo, prevalece y predomina en la región. Sobresale el fenómeno social de la migración pendular, como apunta Avilés: “la gente sale del estado de Chiapas va a varias partes de la República a buscar trabajo para conseguir algún dinero para solventar los gastos domésticos”. En este sentido, las partes más socorridas son los centros turísticos por la derrama económica que generan. Los pobladores originarios se emplean como trabajadores de la construcción en los desarrollos de la Riviera Maya. Particularmente, en Playa del Carmen y Cancún que, por el crecimiento demográfico y la gentrificación de estas ciudades, son ciudades atractivas para los empleos de esta naturaleza.
“Esto trae cambios al interior de sus comunidades, ya que traen otro tipo de hábitos, de costumbres, que no son los más sanos para las poblaciones indígenas, como lo son el alcoholismo y las drogas”, comenta el sacerdote. “Podríamos decir que, en cada familia, que aproximadamente en promedio son de seis hijos, normalmente se quedan dos y se van cuatro”. Algunos de ellos regresan; muchos de ellos prefieren irse lejos. Quizá, también, para olvidar.
Andrea Fischer