Fan, admirador o groupie. Son esas (generalmente) morras gritonas sin nada qué hacer más que gastar dinero comprando boletos para ver a unos batos que tocan instrumentos, cantan y a veces bailan en un escenario. Aunque se puede ser aficionado de todo. Desde las sagas cinematográficas más populares de Hollywood, hasta ver a 22 hombres intentando perseguir una pelota y meterla (o fallar) a la portería del equipo rival. Yo soy del primer grupo.
Suena bastante fácil de hacer, sobre todo si lo has sido prácticamente toda tu vida. Desde el momento que vi la primera película de Harry Potter a mis cuatro años, hasta conocer a los Jonas Brothers y, actualmente, del k-pop. Aunque son cosas diferentes entre sí, todas me salen con naturalidad. Para esto no se estudia, sólo se aprende con la práctica. Y una vez adentrada, es como andar en bici. Puedes hacerlo diario o dejarlo por años, pero nunca se olvida. Y una vez que se retoma, el pedaleo se da de la nada, sin esfuerzo. O por lo menos eso creía.
Cuando te sacan del continente por primera vez hacia el país del cual has escuchado (y visto) por casi una década a través de internet o a través de las pocas personas a tu alrededor que han ido, el cambio cultural es extraño. No es como una pichagui a la nariz que no se veía venir, es más bien como un impacto repartido en todo el cuerpo; sin menos shock, pero con el mismo peso.
No fue suficiente el haber asistido a más de una decena de conciertos de k-pop que vaciaban mi cartera por costar más de 4 mil pesos; o haber hecho fila desde las 5 a.m. para un concierto que empezó 13 horas después (y para mi fortuna sorprenderme por la puntualidad en la que los idols [o mejor conocidos en este nicho como oppas] salen al escenario); o el tener que ignorar a los trabajadores de los recinto que gritan “sin correr” mientras les vuelas el cabello con tu velocidad para alcanzar el mejor lugar. Aquel en el que los reflectores te pegan en la cara mientras te agarras de la valla como si tu vida dependiera de ello (porque la mayoría del tiempo así se siente, ya que también sirve como protección-contra-empujones-y-asfixia), y así asegurar que tu visión alcance ver hasta la gota de sudor que corre el maquillaje de tu oppa; o pensar que fue exagerado que un coreano con un español entendible saliera a la mitad del concierto a decir que lo interrumpirían definitivamente si se volvía a aventar otro calzón o brasier al escenario.
Aunque creía saber bastantes cosas sobre Corea del Sur, su idioma y su gente, toda mi documentación de antemano no fue suficiente. Sabía que era normal sentirme incómoda y hasta temerosa de que un chorrito de agua caliente me apuntara a mis zonas íntimas después de haber hecho mis necesidades básicas; intentar mostrar respeto al momento de pagar haciendo el gesto de sostener tu codo con la mano izquierda, pero hacerlo al revés y quedarme con la tarjeta de crédito debajo del codo; o tener que hacer gestos de “no entiendo nada” para que los coreanos me hicieran señas como si fuera un changuito al cual le están enseñando un truco nuevo. Lo que no me esperaba, era el no saber cómo ser fan en el país de origen de varios de mis grupos favoritos.
Aquí en México se grita “aaaah” en un tono muy agudo que sale del estómago por la emoción y de repente se puede llegar a escuchar un “hazme un hijo”. Allá se escuchan más los “click, click, click” de las cámaras con prácticamente super teleobjetivos para tomar fotos hacia apenas el otro lado de la calle, y de repente uno que otro grito de “oppa”. Yo sólo llevaba mi celular con su cámara de 13 megapíxeles.
Aquí si te subes a una vaya para ver mejor, llega alguien de seguridad, flaco y de 1.70 a pedirte amablemente que te bajes de ella y si lo vuelves a hacer, el proceso se repite. Allá las fanáticas llevan sus banquitos personales de unos 30 centímetros para poder tomar mejores fotos. Al ver a una haciéndolo, un coreano fornido de mínimo 1.85, se abre paso sin más hasta el corazón de la multitud y en menos de 10 segundos regresa con los dos brazos llenos de banquitos coloridos, haciendo contraste con su cara gris. Yo y mis 1.53 centímetros sólo me quedaba hasta atrás de la multitud esperando pasar desapercibida, para resguardarme de cualquier empujón o codazo de las fans coreanas que miran con recelo a las extranjeras.
Sí aquí sal un telonero, lo vociferan y se intenta bailar con sus canciones. No en medida a como lo hacen con sus ídolos, pero sí para que no se sienta mal. Allá aunque la persona enfrente de ellas sea un Don Nadie, o el próximo Michael Jackson rookie, si no es el artista al que fueron a ver, lo máximo que se puede llevar son un par de aplausos apenas audibles para ellas mismas.
Aunque no se estudia para ser fan, quizá sí se aprende, o por lo menos uno se acostumbra, ¿qué tan diferente puede ser empezar a disfrutar del chorrito de agua después de hacer del baño a dejar de gritar por todo y metódicamente ir a tomar fotos e irse sin haber disfrutado del momento? Quizá, mucho.