Puedo verla a los lejos, bien posicionada. Con esa mirada alta que tan bien la caracteriza. Lleva dolor en la espalda, definiéndose ante sus ojos como ese ser que tiene delante de sí lo que por terquedad ha encontrado. Y llevaba tiempo pretendiendo que no pasaba nada, pero en este momento es inevitable reconocer que, en tiempos de pandemia, se ha convertido en una sugar baby, una prostituta.
Puedo sentir su respiración, sus lágrimas, hasta su risa, todo a lo lejos. Han sido meses de encierro, tiempos inagotables, estáticos y eternos. Es domingo, hace calor. Valeria revisa su celular: un mensaje de Gustavo. Es un hombre mayor y no lo conoce, pero la invita a comer para llegar a un acuerdo. Acepta.
Valeria tiene 24 años y una vida, en apariencia, perfecta.
Son las dos de la tarde y se sienta, en una mesa al centro del restaurante desierto, con su acompañante que está próximo a cumplir los 70 años de edad. Valeria evita el contacto visual y se enfoca en comer, sin saborear su comida. Entre bocado y bocado, Gustavo le repite lo mucho que le gusta su cabello y lo excitado que lo tiene. No puede esperar para tenerla en su cama.
Camino a casa de Gustavo, Valeria trata de zafarse. Inventa un par de excusas, pero él insiste. Suben al segundo piso de un edificio en Polanco. Sus piernas tiemblan, pero trata de disimularlo. Él se dedica a la hipnosis y le pide que se recueste en el sofá que se encuentra a la mitad de la sala.
Cierra los ojos y escucha sus palabras. Trata de no concentrarse demasiado en sus indicaciones. Le da miedo que, al quedar hipnotizada, cualquier cosa pueda suceder. Pasan por su mente los escenarios más terribles: ¿Y si me mata?, ¿si me quita los órganos?, nadie sabe que estoy aquí. Piensa en todas esas muertes de mujeres que se escuchan día a día y como ella, por voluntad propia, se encontraba en una situación de extrema vulnerabilidad. Comienza a juzgar su impulsiva decisión y se siente indefensa. Empieza a sentir cómo la hipnosis se apodera un poco de ella. Se estremece. Las indicaciones pasan de tareas sencillas como contar números en retroceso. Imaginarse unas escaleras, luego una playa. Hasta convertirse en un relato sexual.
En ese momento supo que ya no podría escapar. Decidió acceder, fácil, sin complicaciones. Entre antes, mejor. Entre más rápido, antes me voy de aquí, pensó. Así, abrió los ojos y, con una mirada que contenía las lágrimas y una sonrisa forzada, le dijo: por favor, ya quiero que me cojas. La llevó a la cama e hizo con ella lo que quiso. Valeria sabía que, mientras hiciera ruidos y le dijera lo mucho que le gustaba, todo estaría bien. No disfrutó las relaciones, pero aparentó que había sido el mejor hombre en su vida.
Frente al elevador, Gustavo saca del bolsillo dos mil pesos y se los entrega. Ella no los cuenta, solo los guarda. Le urge escapar de ese lugar. Llora en el coche, camino a casa. Piensa que no es real lo que acaba de suceder; le vienen a la mente sus papás, sus valores; piensa en sus amigas, en los estigmas; piensa en ella: su juez más grande.
Pasan los días y Valeria no para de cuestionarse lo que pasó. Se juzga, se culpa, se evita; pero los pensamientos son tan fuertes, los recuerdos tan constantes, que no puede hacer otra cosa más que sumergirse en ellos, perderse en ellos.
Finalmente, decide contarle a una persona lo que había pasado. Y, por fin, escucha las palabras que tanto añoraba: no pasa nada, no es para tanto. Así, Valeria se dispone a tener una buena experiencia. No quiere conformarse con lo que pasó hace un par de días. Si iba a experimentar ser prostituta, tenía que sacar una buena historia de ello, algo que valiera la pena recordar. Se dispone a encontrar otro hombre, a intentarlo de nuevo, con la firme convicción de que esta vez todo será diferente.
Lee la infinidad de mensajes que le envía Gustavo. Quedó encantado, hipnotizado por su belleza, por su juventud. Ella no responde, pero se le escapa una sonrisa y piensa: “las putas no cobramos derecho de autor, lástima”.