Hasta hace seis años, Ayotzinapa significaba muy poco para el imaginario mexicano. Apenas un punto perdido en el centro de Guerrero, un estado famoso por las playas que colindan con el océano Pacífico, pero que mientras se desplaza a su interior va quedando desierto.
Ayotzinapa no era más que un pueblo de menos de cien habitantes, a tres horas de Chilpancingo, la capital del estado, y hora y media más de Acapulco, uno de los destinos turísticos más populares del país. Quizá algunos aún lo recordaban como sede de la Escuela Normal Isidro Burgos, alma mater de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, importantes guerrilleros de los años cincuenta. Pero Ayotzinapa no tendría porque haber sido el centro de atención de los principales medios del país y mucho menos de la prensa internacional que, de pronto, empezó a peregrinar a través de la Carretera Federal 93, única vía de acceso a la ciudad.
Ayotzinapa se ha convertido en un llamado a la lucha contra la impunidad. Ahora la palabra –‘lugar de tortugas’, en náhuatl– es una referencia inmediata a uno de los episodios más traumáticos en la historia reciente de México. La noche del 26 de septiembre, en que un grupo de estudiantes de la escuela normal de Ayotzinapa fueron atacados por supuestos elementos de la policía municipal y estatal, resultando –según las investigaciones del Grupo Interdisciplinar de Expertos Independientes (GIEI)– en más de 40 personas heridas, nueve víctimas mortales y 43 estudiantes desaparecidos forzosamente.
Desde entonces, Ayotzinapa es una pregunta sin resolver. Una búsqueda que, a pesar del tiempo, no ha rendido frutos. Y, sobre todo, un crimen que ha quedado impune. Los padres de los estudiantes desaparecidos se convirtieron, de un día para otro, en aguerridos activistas, en el centro de un importante movimiento social. De trabajar en el campo, pasaron a organizar mítines. Sus trayectos cotidianos, entre los pueblos del municipio de Tixtla, se convirtieron en viajes mensuales a la Ciudad de México y, de pronto, se encontraron sentados conversado con periodistas, organizaciones internacionales y altos funcionarios del gobierno mexicano.
Los pasos de Clemente
Desde que su hijo Christian desapareció esa noche en Iguala, Clemente Rodríguez ha dejado de bailar. Antes era lo que más disfrutaba, ir a fiestas y ‘zapatear’. Pero, ahora que dedica todo su tiempo a la búsqueda de Christian, eso casi parece un recuerdo de otra vida.
“Ya me puse como amargado, pues. Ahora lo que tengo es coraje, rabia. […] Andamos todo el tiempo en las reuniones, en los mítines y cuando no hay actividad me dedico a vender artesanías para financiar la misma lucha”. Clemente recuerda bien la llamada de un miembro del comité estudiantil de la Isidro Burgos, la fatídica madrugada del 26 de septiembre, que le decía que su hijo había sido detenido por la policía.

Esa misma tarde, Clemente había pasado un día normal en su casa en Tixtla, poniendo trampas para conejo o alimentando a sus animales, unos pocos puercos y algunas gallinas. A escasos kilómetros de ahí, en el pueblo vecino de Ayotzinapa, su hijo Christian salía para Iguala, la tercera ciudad con mayor población en el estado de Guerrero.
Él y otros de sus compañeros tenían que llegar hasta la central de camiones y tomar algunos autobuses que servirían para trasladarse hasta la marcha de Tlatelolco, que en unos días se llevaría a cabo en la Ciudad de México. La excursión sería casi rutinaria. Era común que los estudiantes se movieran a ciudades como Chilpancingo o Iguala y tomaran los camiones para viajar hasta manifestaciones o marchas en otros lugares del país. La transacción no era extraña y muy pocas veces había requerido de acciones violentas. Pero ese viernes de 2014 las cosas fueron distintas.
Una bandera gigante
Después de un trayecto más largo de lo normal y seguidos de cerca por elementos de la policía y el ejercito, los estudiantes llegaron a la central camionera de Iguala donde tuvieron algunos conflictos, pero terminaron subiendo a otros tres camiones, además de los dos en los que llegaron. Apremiados a su salida, los autobuses en los que viajaban los alumnos se separaron.
Una caravana salió hacía el norte de la ciudad, mientras que otro camión solitario se adelantó por el sur. Ambos grupos fueron atacados por la policía. Testimonios del convoy, recogidos por el GIEI, relatan que comenzaron a escucharse disparos, al principio dirigidos al aire, pero después, conforme avanzaba la persecución, se convirtieron en impactos que iban directo a los vehículos. Varios estudiantes salieron lesionados de la escena, otros fueron detenidos y, hasta hoy se desconoce su paradero. No hay testimonios directos de lo sucedió en el autobús solitario, todos los normalistas que viajaban en él fueron arrestados y desaparecidos.
Quien sale de Iguala por la carretera federal, ruta que une a la ciudad con el resto del estado, incluyendo Ayotzinapa, acostumbra a levantar la mirada. Frente a los viajeros se alza una enorme bandera de 114 metros que vigila el tráfico desde la cumbre del Cerro el Tehuehue y cuyo avistamiento pone fin a los límites de Iguala. La monumental visión ha motivado desde siempre la curiosidad de quienes por ahí pasan. Conductores que quizá antes se preguntaban por la viabilidad técnica de semejante monumento, ahora deben de resolver por qué la bandera no cuelga a media asta.
Esa noche de septiembre los normalistas no pudieron tomar la carretera. Su camino fue cortado por los violentos ataques de la policía. Hubo heridos, muertos y otros 43 que ni siquiera a eso llegaron.
La búsqueda de Clemente y los padres que se iban sumando empezó desde el momento en que recibió la llamada del comité estudiantil. Salió volando, primero para la escuela, a pocos minutos de su casa, y después hasta Iguala, esperando averiguar algo sobre el paradero de Christian. “Fuimos de los primeros padres en llegar a Iguala, el 27. Buscamos en los ministerios, en los hospitales y pues nada. No había absolutamente nada. Incluso le preguntábamos a la gente y tenían temor de hablar, no nos contestaban”. Clemente no podría saber que, hasta hoy, después de seis años, aún nadie puede decirle dónde está su hijo.
La verdad histórica de Murillo Karam
El 7 de noviembre de 2014, más de un mes después de los enfrentamientos en Iguala, el entonces procurador general de la República, Jesús Murillo Karam, apareció en una conferencia de prensa para dar a conocer los avances de la investigación oficial. El informe de la PGR aseguraba que los normalistas habrían sido entregados a miembros del grupo criminal Guerreros Unidos, quienes presuntamente asesinaron a los 43 desaparecidos, quemaron sus cuerpos en el basurero de la cercana ciudad de Cocula y se deshicieron de los restos en el Rio San Juan.
El mismo Murillo Karam, acompañado de Tomas Zerón, director de la Agencia de Investigación Criminal (AIC), aseguró como “la verdad histórica” que los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa fueron desaparecidos a manos de integrantes del grupo delincuente Guerreros Unidos. En teoría, estos habían sido señalados como pertenecientes al grupo rival Los Rojos durante su paso por Iguala. Los primeros reportes también apuntaron a José Luis Abarca Velázquez, Presidente Municipal de la ciudad, como el principal sospechoso de la desaparición.
Hoy, la verdad histórica ha sido desdicha por investigaciones como la del GIEI. Los padres de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa exigen la rendición de cuentas, tanto de Murillo Karam, como de Zerón e, incluso, de Enrique Peña Nieto, ex presidente de México, por la deficiencia en las averiguaciones originales, en donde se manipularon testimonios clave a través de la tortura.
Con un pie en la verdad
Después de que las familias de la víctimas, organizaciones internacionales y abogados rechazarán los informes de las autoridades mexicanas, se han emprendido nuevas búsquedas independientes que han arrojado líneas de investigación alternativas. Ante la incertidumbre y la carencia de resultados tangentes, los padres insisten en que sus hijos siguen con vida y esperan a que se les pruebe lo contrario.
Hace unos meses, Clemente Rodríguez recibió la visita de la Fiscalía del caso Ayotzinapa. Le traían noticias. Habían encontrado restos óseos de Christian. Una de las piezas halladas en la barranca de la Carnicería, en Cocula, a pocos kilómetros de Iguala, y enviadas a la Universidad de Innsbruck para ser estudiadas, correspondía con una de las extremidades de su hijo. Una parte de su pie derecho.
El descubrimiento es un avance sin precedentes en la búsqueda de las víctimas, poniéndole fin a la versión sostenida por la administración anterior – los restos no fueron hallados en el basurero o en el Rio San Juan – y como prueba definitiva del paradero de los normalistas. Pero para Clemente eso no basta. “Me vienen a traer un pie de mi hijo diciéndome ‘ya, ahí queda’. Pero uno puede vivir sin un pie. La lucha no parará”.
Foto de portada: Iñaki Malvido