Cuando pienso en la muerte de mi abuela, recuerdo que nadie me explicó qué era una perdida.
Un día trajeron muchas flores blancas, sillas y una caja grande que fue colocada en medio de mi casa. Al intentar acercarme, lo evitaban mandandome con otro adulto, y cuando preguntaba el por qué no había respuesta.
Mucha gente vestida de negro comenzó a llegar, algunos con comida y otros con más flores; parecía fiesta, pero una muy rara. En lugar de platicar todo se mantenía en silencio, el cual era interrumpido con algunos susurros o llantos.
De pronto, comenzaron a reunirse alrededor de la caja a rezar. Cuando terminaban servían café y repartían pan. Eso duró hasta altas horas de la noche.
Al día siguiente se fueron las flores, la gente, las lágrimas y con ellos, la caja. Todo era una incógnita, hasta que un día en el kinder nos leyeron un cuento en el que se moría un perrito y lo colocaban en una caja. Fue ahí cuando entendí que la caja que había estado en mi casa aquella noche, resguardaba el cuerpo de mi abuela.
El año que pasó a la historia
El 2020 trascendió a la historia, no solo por ser el aclamado “20-20”, sino porque ocurrió una de las pandemias más grandes en la historia del planeta, cambiando la concepción que teníamos de la salud, muerte e interacción humana; quién diría que el término de una década se vería materializada con la muerte de más de 1.31 millones de personas en todo el mundo.
México ha tenido 98,259 mil casos de contagio desde el 28 de febrero, cuando el gobierno informó a la población mexicana los primeros casos de coronavirus en el país. Casi tres semanas después, 19 de marzo, las autoridades pertinentes establecieron la Jornada Nacional de sana distancia y el 21 de abril se declaró la fase 3, la cual se ha mantenido siete meses más.
Estar muerto es estar vivo de otra manera
Al regresar a casa, no podía parar de llorar. Mi madre habló con la maestra para averiguar qué había pasado en la escuela. Al enterarse que yo ya había entendido lo que meses atrás no me habían querido explicar, mi mamá se acercó a hablar conmigo y me dijo: “tu abuelita se enfermó y fue al cielo, murió. Ya no la podrás ver físicamente, pero cada vez que quieras hablar con ella, mira por las noches hacia el cielo y la estrella más brillante será tu abuela.” A partir de ese día, durante las noches, me ponía a platicar mirando al cielo aunque nunca hubiera respuesta.
¿Qué es la muerte? Es la pregunta recurrente a lo largo de toda la historia del ser humano sobre la tierra. Pregunta filosófica que ha dado pie a grandes libros, películas, series y sobre todo religiones, pero hoy más que nunca está presente entre discursos oficiales y el murmullo de las calles.
Antes de poder darle significado a la muerte debemos dárselo a su oposición: la vida.
“La vida no es una especie de proceso que tiene inicio y fin, más bien tiene procesos en los que pasas de un mundo a otro. Estar muerto es estar vivo de otra manera. No tienes este cuerpo pero tienes cuerpo, no comes lo mismo pero comes, te relacionas de otras maneras y el lugar en el que transcurre tu propia existencia se parece mucho a este”, comenta el Doctor Carlos Arturo Hernández Dávila, antropólogo y también subdirector de división de licenciaturas en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH).
Para el escritor Calderón de la Barca “la vida sería un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción; toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”, en su libro La vida es sueño (2011, p. 58)
Fuere un proceso o un sueño, se debe descifrar la conexión entre los significados de la vida y la muerte para poder trabajar con ellas. El único puente existente entre estos opuestos es la idea occidental del recuerdo.
Desde el gran escrito de Homero, La odisea, resalta la herencia cultural que se nos fue arraigada; Ulises les da de beber a las almas su sangre, y con esta recuperan sus recuerdos. En el libro Ulises. Un arquetipo de la existencia humana, los autores Jacinto Choza y Pilar Choza hacen el análisis siguiente: “la sangre que simboliza aquí el principio de la vida, fuese también el principio del recuerdo y del reconocimiento”. (Choza, 1996, p.89)
En muchas ocasiones, me aferré a ese puente, pero mi madre no. Ella evitó a toda costa el proceso de sanación. Un día entré a la cocina y noté que ella lloraba silenciosamente mientras preparaba la comida. Le hablé. Ella se hincó mientras se limpiaba las lágrimas y le dije: “No debes de llorar, sino ella también llorará desde allá arriba”, sonrió y me abrazó. Aún no sabía lo poderoso que había sido ese comentario, hasta que años después ella me lo contó.
Los meses de depresión fueron largos, pero no eternos.
Lo ritual es solemne
Las culturas han creado ritos para poder procesar la muerte, velaciones de cuerpo presente, entierros y rosarios. Estos se han visto frenados por el estado de emergencia sanitaria y fueron regulados por el Estado.
El 27 de marzo durante la conferencia sobre coronavirus, las autoridades sanitarias de la CDMX dieron a conocer con más detenimiento el procedimiento que se emplea en el protocolo para tratar cadáveres que portaron covid-19. El uso de bolsas herméticas de un grosor determinado, no abrir ataúdes sellados y evitar la velación de los cuerpos (en caso de realizarse se recomienda que sea el menor número de horas posibles (cuatro horas) y no con más de 20 personas), son algunos de los datos que más se remarcaron durante la conferencia y que fueron agregadas en el documento llamado Lineamientos de Manejo General y Masivo de Cadáveres por Covid-19 (SARS-CoV-2) en México que se puede encontrar en la página especializada del gobierno: coronavirus.gob.mx
El día 31 de enero de 2002 mi abuela despedida. A las 12 del día se ofició una misa. Al terminar, algunas personas se acercaron al féretro a dar el último adiós y a la 13:00 horas partieron hacia el panteón. Fue una caravana muy grande, llena de amigos, familia y conocidos. Al llegar, mi madre cuenta que, sólo se veían colinas de tierra, el sol quemaba y el viento corría con fuerza. El paisaje era desolador y en medio de él, un ritual se comenzaba a dar: el entierro.
Los sepultureros cavaron al ritmo de llantos, sollozos y abrazos; cuando llegó el momento el tercer hijo, Roberto, gritó: “pido que se le regale un aplauso a mi madre”. Y entre la multitud, las palmas comenzaron a golpearse, como campanadas de catedral. Así, durante unos minutos. Algunos cuántos tomaron una rosa o un puño de tierra y lo lanzaron mientras el ataúd era deslizado lenta y delicadamente en el hoyo.
Platicando con el señor Refugio, velador del panteón Jardines del Recuerdo que se encuentra en Tlanepantla, comenta que el panteón sigue funcionando como siempre, pero algunas normas se han implementado. “Antes permitían entrar a toda la gente que fuera a un sepelio, ahora dejan pasar únicamente a 15 personas. También, cuando entierran a gente que murió por Covid-19, las personas que los bajan deben traer equipo especial y es obligatorio que todos porten cubrebocas”.
¿Cómo escoger 15 personas para enterrar a un muerto? ¿Familia? ¿Amigos? ¿Gente que siempre estuvo presente en su vida? Si antes en un entierro se evitaban las palabras y se realizaban más acciones, como el abrazo de luto ¿la pandemia hizo que las palabras retomaran fuerza?
“Lo ritual es solemne. No es serio, no es tenebroso. El problema no es solamente la práctica ritual dada al cadáver, sino también la forma de construir luto. En algunas culturas, implica mucho llanto, abrazo, contacto físico y convivencia, más allá de un color. En nuestro caso, el luto es un tema cromático: el negro”, enfatiza el Dr. Carlos al preguntarle sobre los actos rituales ante la muerte.
Ya no se podía reunir gente para velar, rezar o enterrar a su muerto, sino que también no se podía verlo directamente. El ritual no solo era regulado por el Estado, se agregaron mediadores rituales: doctora-doctor/enfermero-enfermera.
Gracias a todas las noticias que fueron relatadas en los medios de comunicación o redes sociales, las personas que, afortunadamente, no tuvieron un caso cercano de paciente covid-19 se lograron enterar de cómo era el sistema comunicativo entre los de adentro (médicos), con los de afuera (familiares). Se realizaban videollamadas para mostrar al paciente a los parientes. Incluso, si estaba en buena condición podrían platicar. De otra forma, si la persona se encontraba en terapia intensiva, solo eran informados de la situación de salud del interno por medio de mensajes o llamadas.
¿Cómo saber que el cuerpo que reclamaste es el mismo que te entregan en una bolsa sellada ? ¿Únicamente un papel llamado «acta de defunción» te respalda?
Una reflexión que no ha dejado de dar vueltas en mi cabeza es la unión que se tiene entre los casos de desapariciones forzadas y feminicidios, con los muertos durante la pandemia. Llegué a la conclusión de que tienen en común una cosa: pasaron de ser personas a estadística. Ya no tienen nombre, ahora son un número.
Lo que seguramente diría una madre y padre de una desaparición/feminicidio o caso covid sería: “No sé si quiero justicia o una reparación del daño, lo único que yo quiero es un cuerpo para poder hacer una tumba y poder llorar a mi muerto”.
La cultura mexicana se caracteriza principalmente por su arraigo al culto, y uno de los más famosos se ejemplifica en El Día de Muertos, el cual fue declarado, en 2008, como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO).
Estamos acostumbrados a la muerte
Todo fue muy rápido, la enfermedad en el cuerpo de mi abuela evolucionó de manera veloz. Todo comenzó con una tos crónica, continuó con dolores en el pecho y falta de oxígeno. Al hacerle estudios, los doctores notaron que los pulmones estaban totalmente endurecidos, como rocas. Le prescribieron oxígeno, medicinas y más estudios. Algunas cosas cambiaron en casa, el área que era utilizada como sala, se transformó en el cuarto de mi abuela, ya no podía saltarle encima y mucho menos gritar cuando estaba dormida. El tiempo pasó y no bastó el cuidado en casa, tuvieron que internarla en el hospital.
Recuerdo una noche en la que mi mamá fue a visitarla. Yo me quedé en el carro con mi papá y hermana, en la calle de enfrente. De pronto, mi mamá le marca a papá y le dice: “Dile a Fer que mire a la ventana de arriba”, yo me asomé y pude observar la silueta de mi abuela saludándome. Esa fue la última vez que la vi.
La pandemia ha dejado a relucir la falta de andamiaje por parte del sector salud a nivel Nacional, y eso tiene que ver en cuestiones: políticas, económicas y sociales. Aunque cabe recalcar que el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) es una de las más grandes e importantes pilares de salud. En el discurso del 70 aniversario de la institución, el doctor José Antonio González Anaya, ex director General del Seguro Social, reconoció que, “gracias al esfuerzo empeñado por miles de mexicanos, el Seguro Social es hoy la institución de seguridad social más grande de Latinoamérica”, pero ¿qué hay de sus médicos?
“En la clínica que estoy, al entrar se hace un triage (Triage: término francés que se emplea en el ámbito de la medicina para clasificar a los pacientes de acuerdo a la urgencia de la atención). Si traes sintomatología a nivel respiratoria se pasa, por definición operacional, para paciente covid. Se revisa y si cumple con los criterios, se pasa al área covid. En esa área especial, se revisa y evalúa la condición de la persona y se decide si amerita atención médica hospitalaria o se puede hacer el tratamiento a nivel ambulatorio, el cual es en casa”, relata, a grandes rasgos, la doctora Brenda Eiren Trejo, militar más de las famosas áreas covid dentro del IMSS.
Entre conversaciones en redes sociales, cadenas de Whatsapp, llamadas telefónicas o uno que otro murmullo entre tapabocas, se tenía la firme convicción de evitar a toda costa los hospitales covid. Se creía que si no eras un caso crítico y acudías al hospital, ahí estabas más expuesto. Esa idea se veía reforzada por los medios de comunicación que mostraban hospitales repletos de pacientes, que se podrían encontrar, incluso, en el suelo. El miedo funciona(ba) de la misma forma que el virus: invisible pero se siente.
Las personas que pudieron notar con más fuerza los resultados de la pandemia, fueron todas aquellas que veían la muerte todos los días.
“Antes de la pandemia llegaban a enterrar por día unas siete a 15 personas. Con Covid, incrementó… a veces se entierran hasta 25 personas. Para nosotros los entierros eran algo normal, incluso la gente nos decía que ya estábamos acostumbrados a la muerte. Desgraciadamente murió una hermana en abril, no era covid, pero cambió mi percepción. Ya no solo veo el dolor de la gente en un entierro, ahora lo siento porque ya lo tengo por dentro”, platica el señor Refugio.
Me trato de poner en los zapatos de don Refugio, que ha practicado su oficio como velador/jardinero por más de 40 años, (el cual comenzó siendo un juego de niños que “trabajaban” para comprar unos cuantos dulces) y en el que en un año vio lo que nunca se imaginó vivir: el entierro de muchos muertos en un día y la ausencia de visitas en varios meses. Ahora el único acompañante del señor Refugio es el viento que arropa al cementerio.
“A pesar de ser médico, uno de mis mayores miedos es la muerte. He sabido enfrentarla, por la práctica, pero le tengo respeto. Es un tema en el que debemos estar preparados. Cuando a mí me da covid, enfermo yo y después toda mi familia, hermanos y padres. Fue horrible verlos en cama, sin comer y con sintomatología. Además de eso, al mismo tiempo, tratarlos a todos y ver medicamentos. Fue una situación tan estresante y tan difícil que ni tiempo me dio de procesarlo al momento, pero sí tenía pensamientos sobre qué pasaría si no nos salvabamos”, comenta y reflexiona la Doctora Brenda.
La comunidad y la inmunidad van de la mano
Mi abuela fue diagnosticada con fibrosis pulmonar. Dentro del blog del hospital Mayo Clinic, el cual es considerado por la U.S News & World Report el hospital número uno de los Estados Unidos, indica que la fibrosis pulmonar es una rara enfermedad que se produce porque el tejido pulmonar se daña, causando cicatrices. Al empeorar cuesta trabajo respirar. No hay una causa exacta del por qué sucede, pero siempre habrá factores relacionados.
Durante toda su vida, mi abuela fue una mujer muy trabajadora; su familia se dedicó a la venta de periódicos. La jornada de trabajo era dura. Tenían que levantarse muy temprano, contra viento, lluvia, frío y sol, para poder sacar para comer. También, durante un tiempo, vivió en áreas donde había tabacaleras, y cocinaba con carbón.
Una publicación de 2014 de la Organización Mundial de la Salud (OMS), indicó que en 2012 en ciertas regiones de Asia Sudoriental, se llegaron a contabilizar 1.7 millones de defunciones prematuras, las cuales estaban ligadas a la contaminación del aire por combustión en las cocinas de las viviendas. La contaminación provenía de la utilización de leña, carbón y estiércol de vaca.
“La comunidad y la inmunidad van de la mano. Las comunidades de ciertos estatus, por supuesto, huyeron a comunidades higiénicamente cerradas, (casas de campo). La muerte, en términos estrictamente estadísticos, tiene un componente de clase”, menciona con gran fervor el Dr Carlos tras reflexionar sobre las altas tasas de mortalidad a nivel nacional.
Mediante la estadística que realizó el investigador Héctor Hiram Hernández Bringas, académico del Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias de la UNAM, hace evidente el alto índice de mortalidad que existe en los hospitales públicos en comparación con los hospitales privados. En el IMSS, la letalidad de los pacientes covid-19 es de 18.6%, en instituciones privadas de 4.4%. A nivel nacional, 85% de las muertes fueron en hospitales de instituciones públicas.
Mi abuela se atendió en un IMSS, por cuestiones económicas. El médico que la atendió le indicó que se realizara múltiples estudios, los cuales duraron dos semanas. A la tercera semana fue diagnosticada. Tres meses después murió.
Al día siguiente comenzaron a llegar las flores.