El rosa y el morado siempre han sido colores que se asocian con la mujer.
Como niña, lo haces debido a la ropa y a los juguetes que crean específicamente para ti. Sin embargo, la primera vez que yo vi el morado ser utilizado, no como un color de mercadotecnia infantil o femenina, sino como la representación de una causa, fue en la película de Mary Poppins.
Claro, tuvieron que pasar muchos años antes de que realmente pudiese hilar los conceptos adecuados, pero la imagen ya estaba guardada en mi memoria. Y es hoy, quince años más tarde, cuando me doy cuenta de la banalización del movimiento en la película, en la que Winifred Banks era poco más que una madre y ama de casa incompetente, debido, precisamente, a su activismo político.
Por otro lado, también es cuando me doy cuenta de que el feminismo de hoy no es el mismo que hace dos siglos o hace 60 años. Entonces, ¿por qué seguimos representándonos con el mismo morado que alguna vez representó a nuestras predecesoras?
En primer lugar, los colores no cambian con el tiempo. Claro, ropas y listones se percuden y se gastan, pero el concepto del color es algo que perdura en el imaginario colectivo y es inmune a la tarifa del tiempo. Como no podemos remitirnos a ejemplos de hace más de 200 años (no conozco a nadie tan joven), trataré de aterrizar este punto con un ejemplo más cercano y cotidiano.
Imaginemos que vamos a un restaurante de comida corrida, y resulta que el día de hoy están sirviendo mole (si no es de tu agrado, bastará que pienses en alguna otra salsa). Después de unos minutos de estar platicando amenamente, por fin nos traen nuestro platillo, pero al tomar el primer bocado, una gota del tamaño de un cacahuate cae sobre nuestra camisa blanca. Desde el primer momento sabemos que la mancha no saldrá por más que la tallemos, y seguimos degustando nuestra comida sumidos en la incomodidad.
Algo así es como funciona la adopción de un color por un movimiento; tanto en términos de semiótica como de ideología; de representación y de discurso.
A partir de este mismo ejemplo, se nos plantean dos elecciones posibles: la primera, la más sencilla y que requiere de menor esfuerzo, sería la de tirar la camisa, dado que ha sido “manchada” y “arruinada”, y sustituirla con una nueva de estado pulcro y prístino; la segunda, no obstante, propone abrazar la mancha y darle a la camisa un patrón nuevo y distinto. Claro que dicha acción implica no solo poseer un carácter visionario y determinado, sino cambiar por completo la imagen que tuvimos alguna vez de dicha prenda.
Te pregunto a ti, amiga o amigo mío: ¿es más fácil lo primero o lo segundo? Si respondes que lo segundo, te daré un fuerte abrazo y te diré que eres terriblemente optimista. La causa y su color están ahí, pero adoptarlos significa cambiar nuestro pensamiento y costumbres, y eso es algo que pocos están dispuestos a hacer.
Confío, sin embargo, en que tú que lees esto sí lo hagas, y si este no lo hiciste, el próximo 8 de marzo vistas una camisa morada en lugar de una blanca.