Cultura y Arte

De mujeres a brujas: un recuento histórico

De repente, una luz roja llamó mi atención. Abrí los ojos bien grande y me levanté de la silla. A unos kilómetros se veían clarito unas bolas rojas atravesando el cielo. En ese momento recordé lo que me dijo mi papá sobre las famosas bolas de fuego… De una, me eché a correr. 

La última vez que vi a Candelario fue un domingo de junio en 2012. Cada que mi hermano y yo lo visitábamos, nos platicaba de sus encuentros paranormales. A veces olvidaba lo que ya había contado y lo hacía de nuevo. Nosotros escuchábamos atentos por respeto a su memoria que se encontraba en declive. En su sala, una habitación humilde y colorida, yacían múltiples imágenes religiosas. Un pasillo conectaba ese cuarto con la cocina. Ahí se sentaba la familia para comer pozole y escuchar las aventuras del tío Cande. 

Aquel domingo, nos platicó sobre una noche oscura por ahí de Jilotepec. (La mayoría de sus historias se ubicaban ahí). Él era solo un niño. Regresaba de casa con su hermano y dos amigos. En ese entonces los papás no temían tanto que sus hijos viajaran solos, pues casi todos se conocían en el pueblo. Naturalmente, Candelario se sentía a salvo en las calles del pueblo. Sin embargo, esa noche se sentía diferente. El aire se sentía más denso. El recorrido se sentía más largo, más pesado. 

Un golpeteo comenzó a escucharse a su lado izquierdo, proveniente de un callejón. Por un momento pensó que eran ratas y siguió caminando. Los otros niños le siguieron. Los golpes se volvieron más fuertes. Los niños se detuvieron y así hizo el ruido también. Un peculiar chillido atravesó sus oídos. El sonido de un ¿puerco? Los niños voltearon sorprendidos y temerosos. Sus sentidos estaban en lo correcto. 

Un puerco gigante emergió del callejón. Para sorpresa del clan, el animal se dio vuelo y arremetió tras de ellos. Pese a la sorpresa, los niños comenzaron a correr. Sus palmas sudaban, su corazón se aceleraba. Las luces de la calle comenzaban a parpadear con el paso del puerco. 

Llegando a la reja de la casa, Candelario se topó con que ésta permanecía con llave. Todos jalaron con desesperación, pero el candado no dio de sí. De un momento a otro, los niños quedaron frente a frente con la puerca. A pesar de la distancia, algo en su rostro sobresalía: sus ojos rojos. 

Candelario y sus amigos actuaron rápido. Uno tras otro se fueron ayudando a escalar la reja. Pie de ladrón hasta que solo quedaba Cande en el piso. El niño, de estatura media y complexión delgada, volteaba hacía el animal con cada paso que daba sobre la reja. El animal se acercaba y, en su inmensidad, se podía vislumbrar el rojo en sus ojos. 

De tanto ruido, los padres de Candelario se levantaron con pistola y escoba. Encendieron las luces de afuera y el chico logró saltar al otro lado. Para su sorpresa, al voltear una vez más hacia la puerca, ésta había desaparecido. 

***

Carlos y Marta no eran ajenos a la plática de lo sobrenatural. Era este el tema favorito en reuniones familiares. Especialmente, la brujería. Cuando se portaban mal, su padre les contaba sobre la puerca. Les decía que si seguían de groseros, ella volvería. 

Por años el miedo los mantuvo lejos de Jilotepec, en donde su padre decía haber experimentado todos sus encuentros. Ya adultos y escépticos, tras la muerte de su padre, decidieron aventurarse: ¿sería que las historias de su infancia serían reales?

El viaje a Jilotepec fue lo que esperaban. Carretera, terracería, un pueblo como cualquier otro. Sin embargo, al caer la noche, el aire se sentía más denso, brumoso. La temperatura disminuyó exponencialmente, sin aviso. La luna quedó expuesta en todo su esplendor, siendo su brillo lo único que les alumbraba. Ninguno de los dos quería admitirlo, pero algo no se sentía bien. 

La que empezaría como una aventura de hermanos, no más que una acampada al pasado de su padre, terminaría como un relato increíble. 

Más temprano habían escuchado relatos de brujas con cuerpo de animal. En su mayoría hablaban de una especie de roedor gigante. En su mayoría, la gente del pueblo hablaba de las bolas de fuego.  

Sin poder dormir, Carlos y Marta decidieron caminar por las calles del pueblo. Platicaban sobre su infancia para aligerar el ambiente. Reconstruían historias que habían escuchado como su fueran collages. Él decía esto y ella lo otro. La manera en que recordaban los detalles más que lo general les parecía simpático. 

Deteniendo sus risas, un sonido creció a lo lejos. Estruendoso, como si proviniera de un cuerno. Siguieron el ruido que llevó sus miradas hacia el cielo. De lejos, vislumbraron algo que no creían posible, algo que por años pensaron que era un mito…

A la distancia, tres bolas de fuego atravesaban el cielo oscuro. 

Su cuerpo comenzó a temblar y sudor recorrió su cuello, pese al frío de la noche. Se voltearon a ver. Carlos sabía que Marta sabía que estaban pensando lo mismo. 

Las palabras de su padre inundaban sus oídos. «Si las bolas de fuego se ven de cerca, es porque las brujas están lejos. Si se ven de lejos, corran». Marta y Carlos no han vuelto a Jilotepec desde entonces y no piensan hacerlo nunca más. 

***

Pero, ¿serían en verdad brujas lo que vieron? ¿Por qué todos sus relatos involucran a mujeres que adoptan características de animales? ¿Por qué no se habla de hechiceros o nahuales? Los presuntos avistamientos de brujas en el país tienen un factor común que debe cuestionarse para entender el origen del concepto. Quizá la historia de la brujería en México esté construida sobre raíces sexistas. Este recuento histórico, con el apoyo de la historiadora Wendy González, lo dejará al descubierto. ¡Acompáñanos!

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