“¡Vámonos que los polis nos van a apagar la luz, eh!”, dice Óscar Cosme López Martínez al terminar su última clase de pádel de los miércoles, mientras recoge sus pelotas. Le preocupa que la seguridad del Club Mundet le llame la atención por salir tarde y también porque encontrar sus bolas a las diez de la noche es un reto. Así que rápidamente mete su canasta llena en el closet, lo cierra con llave, guarda su pala y camina a la salida.
A veces terminamos la sesión a las 9:55, otras veces a las 10 en punto; y en alguna ocasión nos pasamos de ese tiempo, pero nunca nos habían apagado la luz.
Óscar nació en San Cosme Xalostoc, un pueblo en el estado de Tlaxcala, el 27 de septiembre de hace 55 años. Su segundo nombre, Cosme, le fue otorgado puesto que su cumpleaños coincide con la fecha más importante de su pueblo, cuando se conmemora a San Cosme y Damián, un par de médicos cristianos. Fue el primero de nueve hermanos traídos al mundo por Romarico López Fernández y Cira Martínez Muñoz, quienes contrajeron matrimonio de forma peculiar.
—Cuando mis papás estaban chicos —cuenta Óscar—, iban en la noche a bailar en la plaza eh, muchos del pueblo iban también. La cosa fue que la hora de llegada de mi mamá era a las doce de la noche y un día regresaron un poco más tarde que eso. Ya no la dejaron entrar y se tuvieron que casar —se ríe ante mi rostro de sorpresa.
Sin más, Cira y Romarico se unieron jóvenes y tuvieron a Óscar, luego a Romarico, seguido de Beto, Hugo, Miguel, César, Jesús, Carmen Ivette y Michel.
—Somos ocho hermanos y una mujer—, platica el primogénito, al tanto de que su familia es numerosa.
Curiosamente, de los López Martínez hay cuatro que se dedican a dar clases de pádel. Un deporte con poca visibilidad en México y sin presencia alguna en San Cosme Xalostoc.
Es poca la infraestructura privada que hay para este deporte y la pública es inexistente; hay alrededor de cinco mil canchas en toda la república. En lugares como España y Argentina, en donde el pádel goza de gran popularidad, los espacios para practicarlo están por encima de treinta mil, según las cifras de El Financiero.
Es inusual que México no haya crecido más en el mundo del pádel, considerando que se inventó en Acapulco. Aunque hay diferentes versiones sobre el origen de este deporte, la respaldada por la Federación Internacional de Pádel cuenta que el empresario Enrique Corcuera fue quien construyó una cancha similar a la del tenis, con la peculiaridad de ser bordeada por cristales, en su casa de Las Brisas.
Más tarde, el español Alfonso de Hohenlohe visitó a su amigo Corcuera y quedó encantado con su invento, tanto le gustó que se llevó la idea de vuelta a Marbella, en donde se formalizó e institucionalizó. Es por ello que a la fecha son los españoles quienes dominan este deporte.

El pádel se juega en parejas y es muy similar al tenis en cuanto a la puntuación, la diferencia radica en que la cancha está bordeada por cristales y que estos tienen una función práctica. Con tal de que la bola golpee el piso primero, esta puede pegar en el vidrio, algo que los jugadores aprovechan para despedir la pelota cuando tiene menor velocidad.
Incluso si la esférica abandona la cancha, el padelista puede salir y tratar de colocarla de nuevo en el recuadro de los oponentes. En otras palabras, aquí no hay fueras, a menos que el tiro vaya a parar directamente a los cristales.
Considerando lo anterior, le pregunté a Óscar, con curiosidad, que cómo entró al pádel y me dijo: “primero aprendí tenis”; luego que cómo llegó al tenis y respondió: “empecé recogiendo pelotas”. Más tarde le expresé mi interés por su vida con relación al deporte y él, lleno de emoción, me platicó desde el comienzo. Su infancia fue “muy diferente” a la mía, la de un citadino.
—Allá no iban los Reyes Magos ni nada. Nuestros juguetes los hacíamos pegando dos botones a los extremos de los palitos de paleta, de las Tutsi pop o esas. Luego le pegábamos los palitos a la suela de un zapato y lo hacíamos un cochecito. Lo llenábamos de arena y jugábamos mis hermanos y yo a que era un camión de carga. Imagínate —cuenta entre risas—. También jugábamos a ser músicos usando las ollas de mi mamá como tambores, unas escobas como guitarras y algún alambre como micrófono, ¿tú crees, Darío?
Eso cuando no eran indios, escondiéndose en las pilas de maíz y saliendo a dispararse los unos a los otros con rifles y arcos imaginarios. Usaban canicas, matatenas y lo que se les cruzara.
Óscar recuerda su infancia con nostalgia, se le escapan las sonrisas, aunque hubo algunos retos, principalmente el económico.
—Había veces en que mi mamá nos preparaba tortillas, ellas las hacía a mano, y les echábamos salsa. Eso comíamos.
Una vez a la semana, les tocaba comer carne, Cira cocinaba puerco en salsa verde. Al día de hoy no hay platillo que haga más feliz a Óscar que una buena costilla de cerdo, “me recuerda a esos momentos”, asegura.
Desde aquel entonces ayudaba y trabajaba, si no era en casa, arreando cosas al lomo de su burro, era en el entonces Distrito Federal. Algunos veranos, porque los otros le tocaban a su hermano Romarico, Óscar se quedaba con su abuela en una unidad habitacional cerca de Ciudad Universitaria. Le sorprendía ver automóviles y no se diga los aviones que pasaban muy alto.
—Yo me quedaba en la calle, viendo cómo volaban los aviones. Para mí era algo nuevo. Mi abuelita me decía “ya metete, Oscar, ya metete” y yo le decía “Ahí voy, abuelita”, pero quería ver más.
Durante sus estancias, laboraba de recogepelotas en un club de tenis, le pagaban alrededor de 12 pesos la hora. No era mucho y sigue sin serlo, no obstante, al joven de San Cosme no le importaba, con tal de estar con su abuela y poder embriagar sus sentidos en esa metrópoli, era feliz. El mundo se abría ante sus ojos como un saco repleto de oportunidades.
Conforme crecía, estaba indeciso de a qué debía dedicarse. Le llamaba la atención la mecánica, el oficio de su padre, y más todavía la arquitectura; eligió la segunda opción. Así que un buen día dejó San Cosme Xalostoc para buscar suerte en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Dos veces presentó su examen de admisión en el Estadio Azteca y las dos veces fue rechazado.
—Yo me sentí muy mal porque no entraba a la UNAM y tampoco ganaba dinero como para ayudar a mis papás o a mi abuela. Con el sueldo de recogepelotas no me podía comprar nada.
Al poco tiempo, una tía suya le ofreció trabajo en su imprenta de estampas y él no le dio muchas vueltas al asunto. Aunque su vida no había salido como la planeó, Óscar no dejaba de asombrarse con todo lo se le presentaba:
—Ahí imprimíamos las estampas grandes de los helados Holanda y cosas así. De las que se pegan en las tiendas y en los congeladores. Al principio yo veía esas estampotas y no sabía pegarlas, pero ahí aprendí cómo se hacía. Con agua y jabón —dice mientras lo actúa con sus manos, usando los cristales de la cancha como referencia.
Durante esos años siguió viviendo con su abuela, esta vez, cooperando con los gastos. Pasado un tiempo se mudaron a Indios Verdes, porque iban a construir donde habitaban.
Cada vez disfrutaba más estar en la Ciudad de México y menos en su pueblo, lo cual tuvo que ver con el amor. Óscar conoció a quien más tarde sería su esposa y madre de sus hijos, Samantha y Óscar. Entre eso y lo dignificante de poder trabajar, él estaba llegando a niveles de realización, el único problema es que sus jornadas eran muy largas y demandantes. Por lo mismo, no tardó en buscar otro empleo, esta vez fue en el Club de Raqueta el Yaqui, haciendo algo que ya conocía, recoger pelotas, la diferencia fue que, en esta ocasión, aprendió a jugar.
Se hizo buen amigo de Nabor, un tenista de entrada edad y de René. Ellos le enseñaban las técnicas del deporte blanco a cambio de que él les disparara la torta o el refresco de vez en cuando. Pasó de saber pelotear a ser bueno, luego muy bueno y después excelente.
—Me decían mucho que si yo hubiera empezado más joven habría llegado muy lejos como tenista.
Cuando se sintió listo, le comentó al encargado del tenis que quería dar clases y este le respondió que primero quería verlo en acción, por lo que organizaron un partido entre Óscar y el hijo del encargado; tras vencer, le permitieron ser el profesor de los niños, luego de las mujeres y finalmente de los hombres.
Su hermano Romarico también se hizo instructor de tenis en el Yaqui. Los dos ganaban bien y estaban contentos, por eso, cuando Óscar escuchó la propuesta de su hermano de abandonar este deporte para hacerse padelistas en el Club Reforma, se espantó.
—“¿Para qué quieres irte allá? ¿Y si no nos va bien?” Le decía y Romarico me decía a mí “No, no, que sí nos va a ir bien. Vas a ver. Ya hay muchos profesores de tenis, de pádel no”.
Poco convencido, el hermano mayor acompañó al menor en esta nueva aventura. El Reforma se especializaba en el pádel y tenía una población mayormente de argentinos, ya que ellos son, después de los españoles, los que más practican este deporte.
A Romarico y a Oscar, un par de tenistas con más de una década dando cerca de ocho clases diarias, ninguna raqueta se les resistía; se acoplaron a su nuevo deporte rápidamente y estaban listos para hacerse instructores. Allí trabajaron muchos años, resultó que tomaron la decisión correcta, ahora les iba mejor que antes, además, Óscar estaba encantado con el pádel.
—Me gusta más que el tenis, sí. Yo creo que porque es más social, la gente es más buena onda. En el tenis yo creo que porque estás tan lejos del otro ni platicas, pero en el pádel estás más cerca y es más padre. Me gusta mucho.
Mientras tanto, sus hermanos Beto y Miguel estaban buscando la forma de salir adelante. Al primero le fue bien trabajando para American Express, hasta que la empresa le dio una patada en el trasero en un recorte de personal. A partir de ahí, Beto siguió los pasos de sus hermanos mayores y se introdujo en el pádel, nada más que en otra institución, en el Club Arturo Mundet.
Ahí comenzaba este deporte, por lo cual, sólo había tres canchas, a diferencia de las decenas destinadas al tenis, y carecía de instructores. Ante esta oportunidad, Beto fue jalando a sus hermanos consigo, primero a Óscar y Romarico, al último le dijeron a Miguel.
Alberto no permaneció mucho tiempo en el Mundet porque primero se le presentó una mejor oportunidad en Puebla y después en el Club The Reforma Athletic Club—no el de los argentinos, que ya no existe, sino el ubicado en Naucalpan—. Por otro lado, Óscar, Romarico y Miguel se convirtieron en algunos de los profesores más reconocidos por su longevidad y calidad.
Cuando el sol sale, Óscar se arregla para trabajar poniéndose un short, camiseta de manga corta y tenis; la gorra nunca debe faltar y tampoco una buena capa de bloqueador. Desayuna lo que se le cruza, si a caso, y sale del cuarto de servicio que renta junto con Miguel en la colonia Irrigación, a tiro de piedra del Mundet.
Lleva consigo su pala; sus pelotas le esperan bajo llave. Estas preciadas herramientas de trabajo son suyas, su inversión, ya que el trato que tienen con el club consiste en que ellos pueden dar clases y cobrarlas libremente a cambio de que impartan clínicas a grupos de socios, eso es todo. No hay prestaciones ni nada por el estilo. Por ello, cuida sus pertenencias con minuciosidad.
Una buena pala de pádel ronda entre los 6 mil y 12 mil pesos mexicanos, por su parte, una tercia de pelotas vale arriba de 150 pesos. El precio de las raquetas es tan alto porque la mayoría de estos productos se manufacturan en otros países con materiales costosos como la fibra de carbón, usada por su ligereza y resistencia.
Debido a que en México no hay empresas mayoristas de pádel, las tiendas que tienen estos productos pagan más de tres mil pesos de importación e impuestos aduaneros por pieza. Sobra decir que la mensualidad de un club deportivo es costosa, por ejemplo, el Mundet vale arriba de tres mil pesos al mes, a eso se le suma el equipo, las clases que, como mencionaba, se cobran por separado, el estacionamiento y, entre otros cobros, una inscripción. El acceso al pádel, por ende, se reduce a un grupo privilegiado.
En el 2014, la Federación Mexicana de Pádel (FEMEPA) emitió un comunicado a nombre de su presidente y vicepresidente de la Federación Internacional de Pádel, José Luis García Frapolli, que decía lo siguiente:
—[…]Tenemos muchos planes con los gobiernos de varias regiones para crear canchas públicas, por ejemplo, en Guerrero y Quintana Roo. Estamos en ese proceso, pero va a tomar mucho tiempo. En los clubes que tienen canchas de pádel necesitas pagar una membresía de alto precio y es por eso que ha costado trabajo llegar a otros lados. Yo sé que no es fácil, pero sí estamos tratando de bajarlo un poquito para que no sea tan elitista y podamos llegar a más comunidades, a más gente y generar un mayor impacto social. […]
Óscar, en cambio, que participó en torneos de la FEMEPA cuando esta gozaba del apoyo de grandes patrocinadores, me comentó esto:
—Cuando alguien ganaba el torneo le tomaban su foto con el chequesote y luego le decían “ven en dos semanas a cobrarlos a las oficinas”, por decir algo. Y cuando iban no estaban o le daban menos dinero. Y así se amañó la cosa…
*****
Óscar trabaja de martes a jueves desde las 8 de la mañana o incluso, si el club se lo permitiera, él estaría ahí desde las 6 o 7, pero no es el caso, y se queda hasta las 10 de la noche. Da clases particulares hasta las 4, luego tiene una clínica con niños que dura dos horas y pasadas las 6 sigue con las clases, a veces termina una o hasta dos horas antes de que cierre el club, ya sea por cancelación o porque hay días más ligeros que otros.
Tiene que hallarse un espacio entre sus clases para engullir cualquier cosa, así que muchas veces opta por las tortas. Desde que comenzaba en el tenis y hasta la fecha, las tortas lo han sacado de apuros. Los viernes, en cambio, trabaja hasta la 1, cómo máximo.
Si bien el trabajo durante estos días es exhaustivo, a Óscar le hace más que feliz poder ocuparse. Me cuenta que en su pueblo las oportunidades brillan por su ausencia, desde lo laboral hasta lo recreativo.
—Allá no hay nada, ni canchas, ni cines, ni un parque para jugar. Los chavos de ahora, a partir de los quince ya andan tomando. La vida en mi pueblo ha cambiado, se ha maleado un poco, ya no es como cuando mis hermanos y yo estábamos chicos… pero pues tampoco tienen mucho más que hacer. Para los grandes la cosa no cambia, la mayoría de mis cuates que se quedaron allá son obreros y no les va muy bien —lamenta Óscar.
Para los que se fueron, la situación cambió. Uno de los mejores amigos de Óscar, llamado Cándido, se fue de mojado a Estados Unidos.
—Estando allá estudió —una licenciatura—, no sé ni cómo lo hizo eh, pero estudió y luego se hizo piloto de esos aviones que tiran pesticida sobre los campos. Estuvo muchos años hasta que perdió la vista, le dio diabetes de la mala y ya no pudo trabajar así, entonces se regresó al pueblo.
De vuelta en la tierra que lo vio nacer, Cándido usó algunos de sus ahorros para construir una enorme casa en su terreno.
—Yo le decía “¿pa qué quieres tanta casa? Mejor algo más chiquito”, pero él quiere una casa grande para recibir a su familia y a la de su esposa. La conoció allá en el norte, ella es de El Salvador. Entonces cuando lo voy a ver me dice “Oye, Óscar, dime cómo es mi casa, cuéntame qué tal está quedando” y ya yo le digo.
En una de las veces que Óscar le prestó sus ojos a Cándido, tuvo que advertirle que, si no cercaba la propiedad, le iban a seguir robando los materiales para su casa.
En fin, Óscar Cosme está agradecido que además de tener un trabajo bien pagado, este le encanta. Jugar pádel es su gran pasión.
—Me encanta jugarlo y también seguir aprendiendo. Siempre me meto a ver videos en el celular para ver qué hacen los profesionales, eh. Así luego se los enseño a ustedes.
En una de sus competencias a nivel nacional se llevó el primer lugar junto con su hermano Miguel, en el Club Reforma. Aunque ya ha pasado mucho tiempo desde aquel entonces y ahora prefiere jugar con más calma.
En general, él dice que ahora disfruta más el pádel, me da la sensación de que no tiene prisa por llegar a ningún lado ni de demostrarle nada a nadie. Sin esta carga, sólo resta gozar. Aunque también admite sentirse cansado en momentos.
—Siempre hay gente que te quiere complicar la vida. Haz de cuenta, cuando tú ibas a la escuela, Darío, seguro había alguien molestón, pues es lo mismo en la chamba. Hay personas que sólo buscan como fregar y es muy cansado. Que mejor se pongan a trabajar.
Por otro lado, le enorgullece dejar un impacto positivo en sus alumnos. Unos hermanos de apellido Padilla, por ejemplo, comenzaron en el pádel desde pequeños, ahora compiten a nivel internacional y atienden a seminarios en España. Óscar los vio crecer, les dio clases por años.
—Ellos ahorita tienen un nivel de juego muy alto y cuando me ven siempre me reconocen y me dicen ˝Hola, profe, ¿cómo estás? ˝ Y eso se siente bien.
Dominar el pádel es muy diferente a saber transmitirlo, por lo que, Óscar asiste a menudo a pláticas sobre enseñanza deportiva. Una lección importante que aplica en sus clases es hacer que el alumno se sienta bien con sus logros, sean estos chicos o grandes, por eso, siempre que el más virtuoso de sus alumnos o el más novato logra el tiro que están practicando, Óscar lo alienta. “Muy bien eh”, dice. Sus formas lo han hecho ser muy estimado por los socios, como por Mariano Serrato:
—A mí me gusta mucho cómo Óscar les da clases a los niños, como que los entiende. Le da a mi hijo y le encanta. Sabe que son niños y sabe cómo tratarlos para que aprendan y les guste.
Óscar tiene una estatura que ronda el metro con 60 centímetros y tiene una sonrisa afable, uno como alumno o allegado, se siente cómodo en su presencia. No obstante, estas características pueden ser engañosas cuando uno lo enfrenta en un partido, puesto que, entre risas y chascarrillos, hace que muerdas el polvo. Grita y se desplaza como un felino, no por nada un par de jugadores a los que nos enfrentamos un día, Óscar y yo como pareja, dijeron “ya despertamos a Jackie Chan”, después de que mi maestro soltara un grito al mero estilo karateka y despidiera un bolazo imparable.
Cuando llega el viernes y termina con sus últimas clases, parte con sus hermanos de vuelta a Tlaxcala, en donde tiene su hogar. Su papá es dueño de un terreno con tamaño considerable, el cual se parceló para que cada uno de los nueve hijos tuviera una casa a un lado de ellos. Los padelistas se reúnen con sus padres y hermanos para pasar un fin de semana largo. Óscar asegura que es gracias a la distancia que puede abrirse emocionalmente con sus familiares.
—Cuando yo estaba chico era muy seco con mis papás, pero ahora soy más cariñoso cuando los veo. Llego con mi papá y le digo “ven papá, te quiero mucho, vamos a echarnos un refresco. Cuéntame qué has hecho”. Yo agradezco poder ser así, la mayoría en el pueblo sólo es cariñosa cuando ya está tomada.
Entre otras cosas, aprovecha la tranquilidad rural para estar con su esposa Edma, con quien lleva un año casado, visitar a sus amigos, contarles del pádel y también para leer. Le gusta mucho leer.
—Le doy clases a una señora y siempre me dice “léete tal libro, está bueno” y ya yo también le digo de otros eh.
Algunas veces se ha llevado su pala y algunas pelotas viejas para enseñarles a sus seres queridos a pegarle a la bola. Encuentran algún muro en el cual practicar y les enseña un poco de lo que hace.
—“Se ve padre”, me dicen.
*****
En la madrugada del martes, los López Martínez vuelven a la ciudad y es el miércoles por la noche que me encuentro con Óscar. Practicamos los rebotes en el cristal lateral y también algunas voleas —un tiro ofensivo en el que golpeas la bola antes de que toque el piso— que me siguen fallando, mientras tanto, él me cuenta detalles entrañables de su vida.
Termina la clase, pero no la plática. Recogemos las bolas. Las guarda. Me platica de la tiendita de abarrotes de su mamá, de que uno de sus hermanos es jardinero, otro vende partes de coches y su hermana tiene una estética. Él quiere decirme cada detalle y yo quiero escucharlos.
De pronto, se apaga la luz. Los dos nos volvemos sorprendidos hacia los paneles de electricidad, en donde una policía yace parada. Nos apagó la luz. Mi reloj marca las 10:34. Entre risas, Óscar y yo recorremos las penumbras hacia la salida. Por fin nos apagaron la luz, pero a ninguno nos importó.